domingo, 10 de agosto de 2014

Una feliz coincidencia

De pronto le fue inevitable verse a través de ese otoño. Allí estaban los cojines de infancia, las sonrisas, los dibujos multicolores. La fría noche del Valle del Mantaro. La constelación nocturna devolviéndole con brillos cada letra de su nombre. Betzy. Miles de preguntas inocentes. Betzy. Los juegos, las promesas en la gruta, las travesuras. Betzy. Todo estaba allí, delante de ella e intacto, como en un sueño. Los peluches inanimados pero amables; la excusa de mamá para los hermanos que nunca tuvo. Las hojas secas de eucalipto cayendo a abrazarla con la tarde. El viento, el vaivén de los árboles, sus apenas nueve años, sus zapatos de charol con los que se trepaba hasta las ramas más altas por donde miraba el huerto, la casa, los becerros, la tarde. Sus ojos claros, los mismos ojos claros arrastrados a la nostalgia. Era el cobertor aguardándole el sueño entre bordados, entre el ondulante giro de mil mariposas; los verdes del atardecer andino, entre algodones de cielo y las aves. De noche eran las estrellas, la luna, las piedrecitas de colores y el riachuelo transparente. 
Y cuando despertaba al día siguiente siempre era una fiesta el tibio beso de mamá, los buenos días, salir a correr por la sala, encender el antiguo radio a tubos de la abuela y jugar. Inevitable verse a través de ese otoño, en el lugar que menos esperaba y del cual empezaba recién a darse cuenta.  ¿Te habías ido Betzy, dónde estás? De niño siempre es una fiesta despertar y correr por la sala, pensó Ernesto, después lo dijo, en voz baja para que Betzy apenas lo escuchara. Pero ella deshizo muy lentamente el semblante dibujado por la nostalgia. Volvía de otro lugar sin darse cuenta. Eran unos labios hermosos los que se recogían frente a él, pensó de nuevo Ernesto, pero esta vez no hubo palabras. En el fondo estaba admirado. Cómo era posible que esos trazos de lápiz sobre sus hojas se hayan hecho realidad de la noche a la mañana. Era un sueño,  un viaje en tren, las nubes al otro lado del vidrio. Estaba seguro que había hablado con ella. Y la recordaba a cada momento, en cada reposo sobre el tablero de dibujo, en cada página por donde intentaba construirla. Y entonces cuando la vio eran los mismos ojos, la misma sonrisa, y el mismo beso que habría querido darle. Lo siento, no me di cuenta, me perdí cuando hablabas, dijo Betzy. Y la paz de su reposo se mudó de prisa a un gesto de sorpresa. Son más de las dos, dijo luego de mirar su reloj. Se levantó preocupada. El módulo debe estar lleno de gente, pensó. Ernesto también se puso de pie. Sobre la mesa quedaban dos vasos del postre que no habían terminado. Era tarde. Cómo no me di cuenta del tiempo, pensó Betzy. Salieron  por la avenida La Paz hacia Larco rumbo a Benavides. Eran apenas tres cuadras las que caminarían. Harían rápido el trayecto. Era sólo una coincidencia, nada más. Sucedió, estaba casi segura de eso. Pero no medir el tiempo… oh Betzy. No solo no estaba bien, estaba terriblemente mal porque de alguna forma algo habría estado bien. Y eso qué significaba. ¿Algo invisible que empezaba a dejar de serlo, alguna correspondencia mutua, reciprocidad, coincidencia, temor? Lo siento, sé que fue agradable pero acabamos nuevamente distraídos, pensó Betzy, y mientras lo pensaba buscaba nuevas palabras para decirlo. Perdóname si te distraje mucho, debo aprender a medir el tiempo, dijo Ernesto, y ya habían volteado hacia Larco. Betzy lo miró; ya no tenía que buscar palabra alguna para decir algo. Doblaron por Alcanfores. Te lo hubiese dicho la primera vez, pensó Ernesto, fijándose en la comisura por donde nacían esos labios rojos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Cuando me observas siento que quieres decirme algo, dijo Betzy. Pasaron por la puerta de la farmacia, la agencia de viajes, se vieron en los enormes vidrios del gimnasio. El supermercado estaba en el cruce con Alcanfores. Avanzaron por el estacionamiento vacío, cruzaron el postigo de ingreso hacia el almacén. Ya dentro caminaron con menos prisa como si les pesara despedirse en medio de ese pasillo. Dejaron atrás una puerta vaivén, algunos gondoleros que pasaban apurados, coches cargados de mercadería de algún proveedor, unas cuantas cajeras. Ernesto gracias, de verdad me distraje, dijo Betzy. Ambos se habían detenido frente a frente. La próxima será diferente, dijo Ernesto. ¿Habrá una próxima vez?, pensó Betzy. No sé si es el tiempo o somos nosotros, dijo luego.  ¿Y si fuéramos nosotros?, pensó Ernesto. Creo que es el tiempo, dijo después. Sí, siempre es el tiempo entre ambos ¿no crees?, dijo Betzy. Está bien, asintió Ernesto. Betzy sonrió, dio media vuelta y se fue camino a la sala de ventas. Ernesto la vio desaparecer al fondo de una pasadizo angosto y pensó que esos eran unos labios hermosos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Pensó en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos, su cabello suelto hasta los hombros por el apuro y similar a los trazos que alguna vez se atrevió a dibujarle en secreto. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves; algo había que lo cautivaba para quedarse detenido y pensar inútilmente en algo que le acercase aún más. Entonces pensó que para el deseo no había nada más que sus pensamientos inútiles y su actitud. Y eligió lo último. Salió detrás de ella. Pero la sala de venta del supermercado no era el mismo tiempo ni espacio que encerraba Ernesto en el interior de su cabeza. Era otro lugar, otro mundo. Mientras avanzaba y cruzaba la puerta de ingreso a la tienda de pronto algo como unos brazos gigantes empezaban a sujetarle el cuerpo, para detenerlo, a cubrirle los ojos para no ver cómo Betzy se iba perdiendo entre gente que iba y venía, que cruzaba, que hablaba y preguntaba tantas cosas que empezaban a detener su paso. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves, su voz. Ernesto pensaba en ella. Código Uno, clave A. Código Uno, clave A. No quería dejar de pensar en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos. Ernesto te dejé unas hojas, a qué hora paso a recogerlas. Ernesto, las ánforas. Ernesto, mis carteles. Ernesto, mis precios. Eran unos labios hermosos los que se movían frente a él explicándole que no se había dado cuenta, que se había extraviado de la conversación, que sentía cuando él la observaba. Código Dos, clave C. Código Dos, clave C. Ernesto te estoy hablando. Ernesto te busca el administrador. Ernesto tienes reunión a las 5, es urgente. Era acaso una coincidencia maravillosa. Ernesto en qué piensas. Eran los mismos clientes, la misma bruma, las mismas voces, la pantalla del computador, el escáner, la etiqueta de precios. Ernesto se desató de las voces que lo envolvían, cruzó la línea de las registradoras, avanzó entre unas colas que esperaban, varios coches estacionados y cargados de productos multicolores. La buscó con la mirada. Betzy revisaba unos papeles dentro del módulo. Se acercó un poco. Se detuvo antes de llegar a ella. Era una sensación extraña. La misma situación. Tal vez otro lugar, otro tiempo; quién sabe. La misma figura que lo había cautivado cuando no la conocía, era la misma que estaba frente a él, la misma entre sus hojas que había dibujado en otro tiempo, a lado de la ventana en el tren, y la que él extrañamente había dibujado en su memoria con una sonrisa.



EQM