martes, 21 de octubre de 2014

Prefiero caminar

Prefiero caminar porque cuando camino me encuentro, siempre nos encontramos en el camino, semejantes, uno con el universo, de la mano. Caminar lo mismo que buscar; buscar en el sinónimo perfecto.  Andar, siempre es andar, a veces muy lejos, para encontrar, para volver al principio, para observar, para hallarme el espejo.  Por eso prefiero caminar porque no importa donde esté, lo que importa es que sé que siempre que me voy regreso. Aprendí a despojarme de la razón, a dejar a un lado el intelecto para concebir el amor y a Dios por efecto. Porque entendí que nunca nos vamos, que siempre estamos, que estás y estoy, y que siempre es el don; por eso el agradecimiento regresa -tantas veces-, lo mismo que el perdón. Siempre es el equilibrio lo que define, lo que viene y lo que va; por lo que no vemos existe lo que está. Por eso vivo, disfruto cada mañana, después de andar, cada invierno o madrugada disfruto. Cada amanecer. Porque siempre es el hoy, para ser bueno, para buscar y comprender, para entender quién soy. En cualquier momento disfruto del andar, de las aves, de la lluvia, del mar, de los insectos que posan solitarios, de las hormigas que guardan el pan. Disfruto de las manzanas y del buscar. Disfruto del perro que a mi lado aparece y que libre se va, quién sabe buscando lo que le toca hallar. En el orden vertical del origen no existe final, sino el volver a empezar, después del andar. Porque nunca es el tiempo ni la edad, porque el tiempo ni siquiera está cuando se trata de amar. Porque el amor no solo es Elena sino la totalidad; es todos y todo. Rechazar el fuego no hace sino desbordar el mar, hasta el que se empoza dentro cuando no se tiene en quién confiar. Acepto el día y la noche, sus misterios, todos los que pueda hallar; porque si espero con ansias la inmensa fortuna, en tanto, con la misma humildad del encanto, asumo el día y también su desenfado. Por eso prefiero caminar porque cuando camino me encuentro, principio que ordena, albedrío de estar, voluntad de entender quién soy cuando no estoy a su lado.

EQM

domingo, 10 de agosto de 2014

Una feliz coincidencia

De pronto le fue inevitable verse a través de ese otoño. Allí estaban los cojines de infancia, las sonrisas, los dibujos multicolores. La fría noche del Valle del Mantaro. La constelación nocturna devolviéndole con brillos cada letra de su nombre. Betzy. Miles de preguntas inocentes. Betzy. Los juegos, las promesas en la gruta, las travesuras. Betzy. Todo estaba allí, delante de ella e intacto, como en un sueño. Los peluches inanimados pero amables; la excusa de mamá para los hermanos que nunca tuvo. Las hojas secas de eucalipto cayendo a abrazarla con la tarde. El viento, el vaivén de los árboles, sus apenas nueve años, sus zapatos de charol con los que se trepaba hasta las ramas más altas por donde miraba el huerto, la casa, los becerros, la tarde. Sus ojos claros, los mismos ojos claros arrastrados a la nostalgia. Era el cobertor aguardándole el sueño entre bordados, entre el ondulante giro de mil mariposas; los verdes del atardecer andino, entre algodones de cielo y las aves. De noche eran las estrellas, la luna, las piedrecitas de colores y el riachuelo transparente. 
Y cuando despertaba al día siguiente siempre era una fiesta el tibio beso de mamá, los buenos días, salir a correr por la sala, encender el antiguo radio a tubos de la abuela y jugar. Inevitable verse a través de ese otoño, en el lugar que menos esperaba y del cual empezaba recién a darse cuenta.  ¿Te habías ido Betzy, dónde estás? De niño siempre es una fiesta despertar y correr por la sala, pensó Ernesto, después lo dijo, en voz baja para que Betzy apenas lo escuchara. Pero ella deshizo muy lentamente el semblante dibujado por la nostalgia. Volvía de otro lugar sin darse cuenta. Eran unos labios hermosos los que se recogían frente a él, pensó de nuevo Ernesto, pero esta vez no hubo palabras. En el fondo estaba admirado. Cómo era posible que esos trazos de lápiz sobre sus hojas se hayan hecho realidad de la noche a la mañana. Era un sueño,  un viaje en tren, las nubes al otro lado del vidrio. Estaba seguro que había hablado con ella. Y la recordaba a cada momento, en cada reposo sobre el tablero de dibujo, en cada página por donde intentaba construirla. Y entonces cuando la vio eran los mismos ojos, la misma sonrisa, y el mismo beso que habría querido darle. Lo siento, no me di cuenta, me perdí cuando hablabas, dijo Betzy. Y la paz de su reposo se mudó de prisa a un gesto de sorpresa. Son más de las dos, dijo luego de mirar su reloj. Se levantó preocupada. El módulo debe estar lleno de gente, pensó. Ernesto también se puso de pie. Sobre la mesa quedaban dos vasos del postre que no habían terminado. Era tarde. Cómo no me di cuenta del tiempo, pensó Betzy. Salieron  por la avenida La Paz hacia Larco rumbo a Benavides. Eran apenas tres cuadras las que caminarían. Harían rápido el trayecto. Era sólo una coincidencia, nada más. Sucedió, estaba casi segura de eso. Pero no medir el tiempo… oh Betzy. No solo no estaba bien, estaba terriblemente mal porque de alguna forma algo habría estado bien. Y eso qué significaba. ¿Algo invisible que empezaba a dejar de serlo, alguna correspondencia mutua, reciprocidad, coincidencia, temor? Lo siento, sé que fue agradable pero acabamos nuevamente distraídos, pensó Betzy, y mientras lo pensaba buscaba nuevas palabras para decirlo. Perdóname si te distraje mucho, debo aprender a medir el tiempo, dijo Ernesto, y ya habían volteado hacia Larco. Betzy lo miró; ya no tenía que buscar palabra alguna para decir algo. Doblaron por Alcanfores. Te lo hubiese dicho la primera vez, pensó Ernesto, fijándose en la comisura por donde nacían esos labios rojos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Cuando me observas siento que quieres decirme algo, dijo Betzy. Pasaron por la puerta de la farmacia, la agencia de viajes, se vieron en los enormes vidrios del gimnasio. El supermercado estaba en el cruce con Alcanfores. Avanzaron por el estacionamiento vacío, cruzaron el postigo de ingreso hacia el almacén. Ya dentro caminaron con menos prisa como si les pesara despedirse en medio de ese pasillo. Dejaron atrás una puerta vaivén, algunos gondoleros que pasaban apurados, coches cargados de mercadería de algún proveedor, unas cuantas cajeras. Ernesto gracias, de verdad me distraje, dijo Betzy. Ambos se habían detenido frente a frente. La próxima será diferente, dijo Ernesto. ¿Habrá una próxima vez?, pensó Betzy. No sé si es el tiempo o somos nosotros, dijo luego.  ¿Y si fuéramos nosotros?, pensó Ernesto. Creo que es el tiempo, dijo después. Sí, siempre es el tiempo entre ambos ¿no crees?, dijo Betzy. Está bien, asintió Ernesto. Betzy sonrió, dio media vuelta y se fue camino a la sala de ventas. Ernesto la vio desaparecer al fondo de una pasadizo angosto y pensó que esos eran unos labios hermosos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Pensó en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos, su cabello suelto hasta los hombros por el apuro y similar a los trazos que alguna vez se atrevió a dibujarle en secreto. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves; algo había que lo cautivaba para quedarse detenido y pensar inútilmente en algo que le acercase aún más. Entonces pensó que para el deseo no había nada más que sus pensamientos inútiles y su actitud. Y eligió lo último. Salió detrás de ella. Pero la sala de venta del supermercado no era el mismo tiempo ni espacio que encerraba Ernesto en el interior de su cabeza. Era otro lugar, otro mundo. Mientras avanzaba y cruzaba la puerta de ingreso a la tienda de pronto algo como unos brazos gigantes empezaban a sujetarle el cuerpo, para detenerlo, a cubrirle los ojos para no ver cómo Betzy se iba perdiendo entre gente que iba y venía, que cruzaba, que hablaba y preguntaba tantas cosas que empezaban a detener su paso. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves, su voz. Ernesto pensaba en ella. Código Uno, clave A. Código Uno, clave A. No quería dejar de pensar en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos. Ernesto te dejé unas hojas, a qué hora paso a recogerlas. Ernesto, las ánforas. Ernesto, mis carteles. Ernesto, mis precios. Eran unos labios hermosos los que se movían frente a él explicándole que no se había dado cuenta, que se había extraviado de la conversación, que sentía cuando él la observaba. Código Dos, clave C. Código Dos, clave C. Ernesto te estoy hablando. Ernesto te busca el administrador. Ernesto tienes reunión a las 5, es urgente. Era acaso una coincidencia maravillosa. Ernesto en qué piensas. Eran los mismos clientes, la misma bruma, las mismas voces, la pantalla del computador, el escáner, la etiqueta de precios. Ernesto se desató de las voces que lo envolvían, cruzó la línea de las registradoras, avanzó entre unas colas que esperaban, varios coches estacionados y cargados de productos multicolores. La buscó con la mirada. Betzy revisaba unos papeles dentro del módulo. Se acercó un poco. Se detuvo antes de llegar a ella. Era una sensación extraña. La misma situación. Tal vez otro lugar, otro tiempo; quién sabe. La misma figura que lo había cautivado cuando no la conocía, era la misma que estaba frente a él, la misma entre sus hojas que había dibujado en otro tiempo, a lado de la ventana en el tren, y la que él extrañamente había dibujado en su memoria con una sonrisa.



EQM

lunes, 16 de junio de 2014

La felicidad que te necesita

Hoy lunes me pasa que no alcanzo tu mano. Debe ser por eso que el día está diferente. No puedo tocar tu mano, siento como si los ojos se inundaran entre los amargos medicamentos que te rescatan. Uno siempre se siente inútil con el silencio ajeno. Pienso que tal vez ahora te estés yendo hasta esa sala de la noche para reclamarle tus besos, y seguro mientras duermas aprovecharás para sonreír. Pero hoy no sé, no encuentro espacio para llegar a ti, ni palabras ni pretexto porque te extraña la felicidad. Deben ser las reglas del tiempo. No lo sé. Nos separa apenas un cuadro, la ventana abierta, la acera de enfrente; el tiempo. Qué difícil es estar bien y tú al otro lado con los calmantes. Pero pasará que la noche durará poco. Vas a ver. Vendrá luego el día en su mejor traje con tu rostro y las flores y el amanecer nuevo y tus besos y una canción. Estarás bien porque tú siempre estás bien cuando están bien todos, porque estás en armonía con el amor, y porque ese amor que albergas ya no es solo tuyo, lo que quiere decir que la felicidad te necesita.



EQM









miércoles, 11 de junio de 2014

Los colores que te pertenecen

Hoy es una mañana diferente. Afuera llueve y las veredas están mojadas. Pasaba lo mismo cuando estabas en el mezanine de Benavides y cuando caminábamos por la avenida Pardo. Lo recuerdo bien y eso nunca nos importó.  Tu sonrisa siempre fue todo eso que iluminaba. 
¿Recuerdas los edificios de San Felipe? 
En realidad hubiera querido encontrarte de otra forma. No sé. Caminando de pronto por la calle, cruzando el parque un día de semana, a la salida del museo; tal vez mientras preguntaba por un libro en la feria. Nadie sabe si aquello era posible, y es mejor que sea así. Mientras tú cerrabas la puerta de tu casa de día, yo bajaba las escaleras de una estación muy temprano, cada uno en distintos lugares, quién sabe a qué distancia y en cualquier lugar. 
Y si hubiera existido esa coincidencia por el azar, seguramente nos hubiéramos detenido a contemplar con velocidad los recuerdos de aquellos años. Un hola, un abrazo, el saludo y los buenos deseos que siempre están. 
Y eso hubiera sido un regalo. 
Pero debes saber que siempre fuiste esa chispa que encendía otra y que terminaba con algo escrito. Lo acabo de probar. Tal vez por eso volví a caminar, muchas veces por debajo de esos edificios. Me sentaba a vernos. Siempre fue la brújula, la nostalgia en continua búsqueda. 
Eso nos pasa a algunos.  
¿Recuerdas la vez en Miraflores que fuimos de casualidad a la iglesia y de pronto hubo una alusión que nos sorprendió a la entrada? Ese día le pregunté al padre si me podía traducir una frase de Borges en latín. Creo que el cura no nos vio con buenos ojos. Nos divertimos tanto que no paramos de reír. 
¿Sabes? Son tantas cosas gratas que se mueven por encima esta mañana. Se mueven y forman una gama de infinitas fotografías que aparecen para envolver y donde uno es capaz de extraviarse. Nada es tan maravilloso como encerrarse en el telón de una historia. Repaso cada una de ellas como en un baúl. No quiero salir. Pero no se trata del escriba que teje estas circunstancias sino de ti. 
Esa es la verdad. 
Hay algo extraño en el fondo de tu nombre que es como un abrazo, una fogata, como la paz. El infinito, una canción de Streisand. Entonces cómo no recostarse y meterse en la rueda del laberinto. Hay muchos de esos laberintos que pronto tendrán color. Muchos de esos colores son tuyos y es bueno decir que te pertenecen. Por eso siempre está el anaranjado de una antigua tarjeta de puntos, está la satisfacción de saber que estás, que existes, no importa dónde, no importa si reflejada en el vidrio de una galería o abriendo la puerta de tu casa para salir a un día nuevo. 
La vida es sabia; interrumpe  las cosas por algo. Todo en ti está lleno de amor. Tú eres ese instante de creación que se mueve en la memoria, el amanecer tibio, la mañana diferente a pesar de la lluvia. Todos los colores te pertenecen. Contigo están los nuevos sonidos, la oruga que se mueve, tu sonrisa que todo lo ilumina, el niño que acaba de nacer. 


EQM

viernes, 30 de mayo de 2014

Qué pasaría si te quedaras

A veces me pregunto qué pasaría si te quedaras. Qué pasaría si fuéramos siempre al mismo lugar, si regresáramos por el mismo párrafo. Hay un enorme vacío allá afuera. El parque, la farmacia, los niños que no están. Y la ventana siempre abierta hacia adentro. ¿Andaríamos la misma tarde? A pesar del laberinto que invade, por encima de las hojas vacías sobre la mesa, los peces, las tardes ciegas, los apuntes inútiles sobre tu nombre, sé que pasaría algo más sobre la cuadrícula del tiempo. Sería como un viaje. Hallaríamos juntos eso que nunca supimos qué es y que decías no importaba. Tal vez figuras, nuevos rostros en los marcos. Cambiaríamos el color de la alfombra. Siempre es el tiempo cuando no estás. Quisiera no tener memoria ¿sabes?, abandonar las camisas y meterme en tu pecho. Seguir el extraño encanto de jugar sin saber qué. Como cuando sacábamos las cartas, ¿lo recuerdas?, una adivinanza, un secreto, el abismo y de pronto el papel. Tú juegas sin reparos sobre el papel, eres capaz de esconder su vacío, descubrir la melodía, explicar  el parque, la farmacia, los niños que no están. Pienso en ti porque no te importan los espejos ni las paredes que se mueven como gigantes alrededor. Porque contigo las tardes ciegas destejen las cuadrículas enormes del calendario. Y sucede que esparces el amanecer,  invades sobre el ruido, lo transformas, a pesar de la lluvia y la ventana abierta hacia adentro, aún cuando mis manos se olvidan el camino de tu cuerpo y mi mente no está sobre la mesa. Me olvido a tu incendio que se abraza en la lluvia, como un loco a su fantasía que lo consume, a pesar de la memoria, el laberinto y el sin sentido del reloj. Es apenas un instante. La chispa de los fósforos, un parpadeo, la habitación a solas, un nuevo amor. A veces me pregunto qué pasaría si te quedaras.


EQM