miércoles, 25 de julio de 2018

Siete soles con treinta


La mujer se levantó despacito por el esfuerzo obligado de la edad. El cemento, la noche o el sueño; tal vez la hora. Estiró las ropas que se resistían al tiempo y se abrazó los codos. Después recogió el vasito descartable del suelo. Parecía lleno a primera vista. Miró las monedas como si quisiera contarlas pero algún pudor extraño la inhibió. Ya había poca gente en esa esquina de Palacios con San Martín donde estaba la farmacia. Y a primera vista la larguísima chompa blanca y raída que envolvía ese cuerpo pequeño. Sus desordenadas canas y las humildes arrugas en su rostro provocaron una mirada de atisbo en una de las muchachas detrás del mostrador. Un hombre pidió un medicamento extraño e innombrable. Después una señora preguntó por un jarabe que no había. La anciana esperó respetando un turno que no le correspondía como cliente. Pero cuando el mostrador se desocupó se acercó pidiendo que por favor le cambiaran las monedas. La joven del uniforme blanco que parecía enfermera la miró con cierta reticencia. Ya estamos por cerrar, dijo primero. Pero quien sabe si por compasión después aceptó. Y claro, ponerse a contar ese vasito descartable lleno de moneditas era seguramente demasiado trabajo para ella. Vació las monedas sobre el vidrio provocando ese sonido característico de la abundancia. Y empezó a contarlas una por una. Eran monedas menores de diez y veinte céntimos en su mayoría. Una que otra, y escarbando en el montón, aparecieron dos de cincuenta. Luego de un momento la joven resumió con frialdad y en voz alta. ¡Siete soles con treinta! La abuela que traía los dedos entrelazados y pegados al pecho en ese gesto de optimista espera solo asintió con la cabeza. Pase por caja, le dijo la muchacha. Inmediatamente deslizó con los dedos las tres monedas que sobraban y las puso a lado de la indigente para que los recoja. Después gritó: ¡China, siete soles a la abuela!  Y la cajera que estaba a unos metros de distancia devolvió el grito con una pregunta inútil. ¿Siete soles? Y mientras una nueva mención del minúsculo importe se reafirmaba en público la abuela se acercó con timidez a la caja. Recogió dos monedas; una de cinco y otra de dos soles. Luego agradeció, agachó la cabeza y se besó las manos. Inmediatamente salió despacio hasta perderse entre esas tristes calles de Sullana.

NI/EQM

viernes, 29 de junio de 2018

Gracias


Por el sol que sobre mi brilla. Por las nítidas madrugadas del verano y los pájaros que con su canto rescatan mis oídos. Por el verde de los campos en la sierra. Por la lluvia que moja estos cabellos que conservo y del que ni siquiera uno es mío. Por los pasos que me llevan de lección en lección. Por el pan de esta mañana y el sacrificio de unas manos que no conozco. Por la manzana que sembró un hermano para otro que está lejos y para mí que es el sustento. Por las interminables noches y los sueños benditos que nos devuelven a la vida. Por las estrellas, por el cielo y su misterio. Por la luna que ilumina solitaria y el esfuerzo de la mariposa transformándose a la vida. Por la misión particular que tiene la mosca y no entendemos. Por las hojas secas del otoño. Por las tempestades que regresan de nuestra boca y por la maternidad de esta tierra que nos soporta todo. Por el día que siempre es nuevo y su propósito que se forma de nuestros actos. Por las manos prestadas para escribir con palabras aquello que tal vez me rescate cuando no sienta estar completo. Por este corazón que late por la gracia que es del Padre, de la vida o del universo. Por este cuerpo que habito para disfrutar la experiencia que me permite ser eterno. Por estos ojos que ven lo que se me es permitido mirar sin negar lo invisible de lo cual dependemos. Por el arte que se manifiesta en los colores de la belleza y en la creación del mejor momento. Por los padres que escogí y el enemigo que acepté para aprender con el perdón algo nuevo. Por el amor que me dibuja una sonrisa cuando acepto que soy una minúscula parte del universo. Por la paz que me da el entendimiento para no buscar afuera lo que siempre está aquí dentro. Por el agua que está y que soy y por el aire que será el camino por donde seguro volveré para alcanzar el fuego.  Por las maravillas inadvertidas que insisten ante mis ojos y la humildad del hombre que quisiera ser perfecto. Por los números que ilusionan y los conceptos que cultivan el ego. Por la música que es el alimento del alma y los libros que aclaran mi entendimiento. Por el amor de nuevo aguardando  eterno en la conciencia de mi tiempo. Por las rocas, por la flor, por nuestros hermanos menores, por la cebra y los insectos. Por el ruido que me lleva a la paciencia y por la felicidad que hoy siento. En el andar y en el silencio. Gracias. Por la gentileza del sol que sobre mi brilla y la inacabable ternura de la mañana que espera lo mejor de mi.

viernes, 7 de octubre de 2016

A veces me pierdo

Se extraviaron los renglones, se perdieron, se fueron como la tarde. En el abandono de buscar la maravilla, esta noche se fueron, rebuscando las nubes y arañando el silencio, y la súplica infeliz, la carcajada que se calla, y muere al fin. Lo sé; a veces es una excusa. Tú sabes que miento, que me pierdo cuando miento, y tu nombre allá afuera, dulce, esperando transparente y colgando lunas, rebuscando en la ausencia. La vela está encendida de nostalgia, arriba la luz y aquí el ruido sigue siendo el ruido de ti, de nosotros, del infinito de las voces que no se entienden... y amar, sí, amarte como te amo, hoy, buscarte en cada coma, cantarte en cada sueño, comprarte, si pudiera en cada abrazo. Oh sendero infinito de estrellas, el amor que está nos llama, y está dando vueltas sobre la noche, nos llama hermosa como el silencio, modesta como las flores. Sin embargo a veces, no sé, me pierdo en la tarde urgente que envuelve, en la absurda melancolía del misterio y la porfía inútil que el insecto saborea.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Y el hombre despertó

Y el hombre despertó, abrió los ojos, se dio cuenta; despertó. Nunca más se distrajo; descubrió el amor. Despierto escribió recién las letras de su nombre, buscó el espejo, comprendió. El ser de amor que llevaba dentro decidió nacer: aprendió. Cantó agradecido su canción: "manto infinito de las estrellas, bendita noche que nos abrazas, soledad que celebro, refugio que contesta, oración que dice gracias". Entonces abrió los ojos, ocurrió, el hombre fue mejor. Nunca más se distrajo, descubrió el amorDesde entonces aprendió a decidir, decidió en el corazón. Mayor y menor abrazó a sus hermanos, elevó a su semejante, eligió el mejor tiempo y caminó, su único destino, fuerza universal, energía que nos une, perfume de lluvia sobre la tierra, arbusto fresco, estación de sol que abraza y entiende, ahora el hombre que despertó.



sábado, 16 de julio de 2016

Invisible juego

Casualidad; no lo sé. Pasa que somos formas diferentes de existir. Aquí en alguna parte tú. Al final de la calle, por entre la lluvia, cruzando el parque. Puedes estar de nuevo rebuscando mi desorden, entre párrafos inútiles la razón, esa inexistente razón que se obsesiona en el vacío, o puedes aparecer así en el aroma, en el sonido de la noche que alguien canta para nadie. Nos dejamos llevar, nos metemos de nuevo a la primera vez, con la fragancia del olvido presuroso y el amanecer que calla. Muy pronto o muy tarde, somos cómplices. Nos callamos la calma que se rompe, gritamos el silencio entre mil voces, mil espejos sin calma y sin tiempo; feliz el laberinto, obsesión y encanto. Abandonados en la inhóspita memoria que recreas, firmamento y estrellas, tus ojos son los míos y tú, de nuevo tú, al voltear la calle y respirar en solitario la mañana tibia del invierno, tú entre la lluvia o el parque. De pronto una palabra nueva, aquí dando vueltas tú, revolotean hojarascas, cerca, muy cerca, es un juego, abrazados en el ventarrón, invisible juego, maravilloso juego tu naturaleza.


martes, 21 de octubre de 2014

Prefiero caminar

Prefiero caminar porque cuando camino me encuentro, siempre nos encontramos en el camino, semejantes, uno con el universo, de la mano. Caminar lo mismo que buscar; buscar en el sinónimo perfecto.  Andar, siempre es andar, a veces muy lejos, para encontrar, para volver al principio, para observar, para hallarme el espejo.  Por eso prefiero caminar porque no importa donde esté, lo que importa es que sé que siempre que me voy regreso. Aprendí a despojarme de la razón, a dejar a un lado el intelecto para concebir el amor y a Dios por efecto. Porque entendí que nunca nos vamos, que siempre estamos, que estás y estoy, y que siempre es el don; por eso el agradecimiento regresa -tantas veces-, lo mismo que el perdón. Siempre es el equilibrio lo que define, lo que viene y lo que va; por lo que no vemos existe lo que está. Por eso vivo, disfruto cada mañana, después de andar, cada invierno o madrugada disfruto. Cada amanecer. Porque siempre es el hoy, para ser bueno, para buscar y comprender, para entender quién soy. En cualquier momento disfruto del andar, de las aves, de la lluvia, del mar, de los insectos que posan solitarios, de las hormigas que guardan el pan. Disfruto de las manzanas y del buscar. Disfruto del perro que a mi lado aparece y que libre se va, quién sabe buscando lo que le toca hallar. En el orden vertical del origen no existe final, sino el volver a empezar, después del andar. Porque nunca es el tiempo ni la edad, porque el tiempo ni siquiera está cuando se trata de amar. Porque el amor no solo es Elena sino la totalidad; es todos y todo. Rechazar el fuego no hace sino desbordar el mar, hasta el que se empoza dentro cuando no se tiene en quién confiar. Acepto el día y la noche, sus misterios, todos los que pueda hallar; porque si espero con ansias la inmensa fortuna, en tanto, con la misma humildad del encanto, asumo el día y también su desenfado. Por eso prefiero caminar porque cuando camino me encuentro, principio que ordena, albedrío de estar, voluntad de entender quién soy cuando no estoy a su lado.

EQM

domingo, 10 de agosto de 2014

Una feliz coincidencia

De pronto le fue inevitable verse a través de ese otoño. Allí estaban los cojines de infancia, las sonrisas, los dibujos multicolores. La fría noche del Valle del Mantaro. La constelación nocturna devolviéndole con brillos cada letra de su nombre. Betzy. Miles de preguntas inocentes. Betzy. Los juegos, las promesas en la gruta, las travesuras. Betzy. Todo estaba allí, delante de ella e intacto, como en un sueño. Los peluches inanimados pero amables; la excusa de mamá para los hermanos que nunca tuvo. Las hojas secas de eucalipto cayendo a abrazarla con la tarde. El viento, el vaivén de los árboles, sus apenas nueve años, sus zapatos de charol con los que se trepaba hasta las ramas más altas por donde miraba el huerto, la casa, los becerros, la tarde. Sus ojos claros, los mismos ojos claros arrastrados a la nostalgia. Era el cobertor aguardándole el sueño entre bordados, entre el ondulante giro de mil mariposas; los verdes del atardecer andino, entre algodones de cielo y las aves. De noche eran las estrellas, la luna, las piedrecitas de colores y el riachuelo transparente. 
Y cuando despertaba al día siguiente siempre era una fiesta el tibio beso de mamá, los buenos días, salir a correr por la sala, encender el antiguo radio a tubos de la abuela y jugar. Inevitable verse a través de ese otoño, en el lugar que menos esperaba y del cual empezaba recién a darse cuenta.  ¿Te habías ido Betzy, dónde estás? De niño siempre es una fiesta despertar y correr por la sala, pensó Ernesto, después lo dijo, en voz baja para que Betzy apenas lo escuchara. Pero ella deshizo muy lentamente el semblante dibujado por la nostalgia. Volvía de otro lugar sin darse cuenta. Eran unos labios hermosos los que se recogían frente a él, pensó de nuevo Ernesto, pero esta vez no hubo palabras. En el fondo estaba admirado. Cómo era posible que esos trazos de lápiz sobre sus hojas se hayan hecho realidad de la noche a la mañana. Era un sueño,  un viaje en tren, las nubes al otro lado del vidrio. Estaba seguro que había hablado con ella. Y la recordaba a cada momento, en cada reposo sobre el tablero de dibujo, en cada página por donde intentaba construirla. Y entonces cuando la vio eran los mismos ojos, la misma sonrisa, y el mismo beso que habría querido darle. Lo siento, no me di cuenta, me perdí cuando hablabas, dijo Betzy. Y la paz de su reposo se mudó de prisa a un gesto de sorpresa. Son más de las dos, dijo luego de mirar su reloj. Se levantó preocupada. El módulo debe estar lleno de gente, pensó. Ernesto también se puso de pie. Sobre la mesa quedaban dos vasos del postre que no habían terminado. Era tarde. Cómo no me di cuenta del tiempo, pensó Betzy. Salieron  por la avenida La Paz hacia Larco rumbo a Benavides. Eran apenas tres cuadras las que caminarían. Harían rápido el trayecto. Era sólo una coincidencia, nada más. Sucedió, estaba casi segura de eso. Pero no medir el tiempo… oh Betzy. No solo no estaba bien, estaba terriblemente mal porque de alguna forma algo habría estado bien. Y eso qué significaba. ¿Algo invisible que empezaba a dejar de serlo, alguna correspondencia mutua, reciprocidad, coincidencia, temor? Lo siento, sé que fue agradable pero acabamos nuevamente distraídos, pensó Betzy, y mientras lo pensaba buscaba nuevas palabras para decirlo. Perdóname si te distraje mucho, debo aprender a medir el tiempo, dijo Ernesto, y ya habían volteado hacia Larco. Betzy lo miró; ya no tenía que buscar palabra alguna para decir algo. Doblaron por Alcanfores. Te lo hubiese dicho la primera vez, pensó Ernesto, fijándose en la comisura por donde nacían esos labios rojos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Cuando me observas siento que quieres decirme algo, dijo Betzy. Pasaron por la puerta de la farmacia, la agencia de viajes, se vieron en los enormes vidrios del gimnasio. El supermercado estaba en el cruce con Alcanfores. Avanzaron por el estacionamiento vacío, cruzaron el postigo de ingreso hacia el almacén. Ya dentro caminaron con menos prisa como si les pesara despedirse en medio de ese pasillo. Dejaron atrás una puerta vaivén, algunos gondoleros que pasaban apurados, coches cargados de mercadería de algún proveedor, unas cuantas cajeras. Ernesto gracias, de verdad me distraje, dijo Betzy. Ambos se habían detenido frente a frente. La próxima será diferente, dijo Ernesto. ¿Habrá una próxima vez?, pensó Betzy. No sé si es el tiempo o somos nosotros, dijo luego.  ¿Y si fuéramos nosotros?, pensó Ernesto. Creo que es el tiempo, dijo después. Sí, siempre es el tiempo entre ambos ¿no crees?, dijo Betzy. Está bien, asintió Ernesto. Betzy sonrió, dio media vuelta y se fue camino a la sala de ventas. Ernesto la vio desaparecer al fondo de una pasadizo angosto y pensó que esos eran unos labios hermosos a los que estaba seguro le gustaría acercarse y besarlos. Pensó en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos, su cabello suelto hasta los hombros por el apuro y similar a los trazos que alguna vez se atrevió a dibujarle en secreto. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves; algo había que lo cautivaba para quedarse detenido y pensar inútilmente en algo que le acercase aún más. Entonces pensó que para el deseo no había nada más que sus pensamientos inútiles y su actitud. Y eligió lo último. Salió detrás de ella. Pero la sala de venta del supermercado no era el mismo tiempo ni espacio que encerraba Ernesto en el interior de su cabeza. Era otro lugar, otro mundo. Mientras avanzaba y cruzaba la puerta de ingreso a la tienda de pronto algo como unos brazos gigantes empezaban a sujetarle el cuerpo, para detenerlo, a cubrirle los ojos para no ver cómo Betzy se iba perdiendo entre gente que iba y venía, que cruzaba, que hablaba y preguntaba tantas cosas que empezaban a detener su paso. Su figura delgada, sus ojos claros, sus manos suaves, su voz. Ernesto pensaba en ella. Código Uno, clave A. Código Uno, clave A. No quería dejar de pensar en esa primera vez. Ella sonriendo en mil brillos. Ernesto te dejé unas hojas, a qué hora paso a recogerlas. Ernesto, las ánforas. Ernesto, mis carteles. Ernesto, mis precios. Eran unos labios hermosos los que se movían frente a él explicándole que no se había dado cuenta, que se había extraviado de la conversación, que sentía cuando él la observaba. Código Dos, clave C. Código Dos, clave C. Ernesto te estoy hablando. Ernesto te busca el administrador. Ernesto tienes reunión a las 5, es urgente. Era acaso una coincidencia maravillosa. Ernesto en qué piensas. Eran los mismos clientes, la misma bruma, las mismas voces, la pantalla del computador, el escáner, la etiqueta de precios. Ernesto se desató de las voces que lo envolvían, cruzó la línea de las registradoras, avanzó entre unas colas que esperaban, varios coches estacionados y cargados de productos multicolores. La buscó con la mirada. Betzy revisaba unos papeles dentro del módulo. Se acercó un poco. Se detuvo antes de llegar a ella. Era una sensación extraña. La misma situación. Tal vez otro lugar, otro tiempo; quién sabe. La misma figura que lo había cautivado cuando no la conocía, era la misma que estaba frente a él, la misma entre sus hojas que había dibujado en otro tiempo, a lado de la ventana en el tren, y la que él extrañamente había dibujado en su memoria con una sonrisa.



EQM