Hoy
pudo ser un mejor día. Alguno debe saber cómo es eso. Hay días que no son lo mismo, y
no lo son a pesar de la sonrisa de Norma,
del café de las diez, el almuerzo extendido. Todo
el día resulta bien, y bien es un día normal, sin problemas, uno cualquiera;
pero sonríes poco porque no es un buen día, porque te es indiferente, sin
sorpresa, y todo se ve distinto. La perspectiva fotográfica, el absurdo, las gracias, los saludos que de pronto cuestan responder porque son los
mismos de ayer, de antes y tras anteayer. Entonces estás loco. –Sí, mal-.
Otra vez, un loco. Y le temes a la multitud porque es la misma donde te
confundes yendo por el mismo lado de la vereda, y de pronto te vas, no deseas
ver a nadie, te vas dejando todo sin decir a dónde. La
naturaleza no tiene días iguales; es lo mismo, manchas grises que se mueven,
adornos de colores, trazos en movimientos, temblores. Triste las fotos, los
discos, los libros, la ropa sobre la cama, la pedantería con que le dices a
Norma que a Malraux le pertenece eso de Todo hombre se parece a su dolor, y no
al dentista con quien quiso fabricar una gracia, quién sabe para arrancarte la
sonrisa que le negaste insoportable. Somos
condición humana. Hay
días donde detesto la amabilidad, el demasiado cariño, donde veo el mar
oscurecerse al pie del mirador del Parque Grau, rondándome los mil demonios que
arrastran la necesidad del silencio, fantasmas que nublan la normalidad de un
buen día donde todo resulta bien porque se es del mismo patrón del génesis, y uno
vuelve a recordarlo para salir, fumando un mentolado que nunca terminas para
lanzarlo, así encendido, sin importarte quién está detrás. Entonces no te
importa pisar los charquitos de la lluvia, las lagunas negras, pisarlas sin
importarte hasta donde salpiquen aún sabiendo que saltarán sobre tus zapatos,
mojarte la basta de los pantalones pudiendo ir por donde va la gente que se
cuida de mojarse la basta de los pantalones que parecen nuevos. Para
que preguntar por qué, qué diablos tendrá que ver con nosotros el estrés de la
moda. Y pienso en la inutilidad preocupante, el infinito, comer, esperar la
quincena, celebrar un nuevo cumpleaños, vivir la vida muriéndose de a poquito.
El camino más simple de la monotonía, ser normal: la otra depresión del artista.
La absoluta libertad. Entonces vuelves a instalarte en el refugio misterioso de
las meditaciones, la mirada afilada de tus adentros, y todo parece de cabeza,
al menos para el resto de la familia, para los amigos normales, para ella,
acostumbrada a los días felices -con justo derecho-, fiel a los absurdos
arrebatos de un día que no es bueno y donde todo se ve distinto, indiferente,
sin sorpresa... manchas grises que se mueven, adornos de colores, trazos en
movimientos, temblores que te aguardan, un espejo de dimensiones infinitas. Buscamos
el paraíso, el mundo imaginario, la otra realidad, la música, el poema de
Benedetti; la belleza. Lo buscamos incesantes a través de voces que inventamos
aún sabiendo que los charquitos de lluvia, las lagunas negras que pisamos
terminarán en una gran mancha deforme sobre la punta de nuestros zapatos
abandonados en un rincón del cuarto. Allí. Tristemente opacos. Prestándose
mudos mientras uno escribe mirándolos –acompañado de demonios-, cosas como
ésta, quién sabe para qué. Pasa
que no fue un buen día; temblores en el espíritu, humana condición, artilugios,
llamémosle misteriosos.
EQM
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